Llega un momento de la vida en el que uno se pregunta los motivos por los que ha llegado a un determinado punto y qué hacer a partir de ahí.
Siento que no estoy viviendo, sino existiendo. Los días transcurren veloces sin poder hacer otra cosa que no sea ir a la facultad, intentar hacer y entregar los miles de trabajos a tiempo y apenas descansar porque si no, faltan horas en un día. Veinticuatro no son suficientes. Los fines de semana son suspiros en los que, si tengo suerte, puedo sacar unos momentos para estar con los que me importan y, a veces, ni eso. No esperaba que este año fuese así, tan duro, tan frío, tan cargado de obligaciones casi imposibles de cumplir... No esperaba sentir, pasada ya la mitad de la carrera, que quizá me había equivocado en mi elección, que quizá estudiar esto no fuese lo mío.
Dicen que todo esfuerzo en esta vida tiene su recompensa, y que ésta es una de las etapas de la vida más bonitas que recordaré con mucho cariño dentro de unos años. Dudo que en el futuro tenga ganas de recordar esta pesadilla, este estrés constante, este no parar, el sentir que no tienes ni un solo rato para tí al día. Hay quien intenta aliviar las cosas con ánimos y pensamientos positivos que ni él mismo se cree: Palabras vacías y sin sentido que intentan percolar entre tanta impotencia e inspirar un poco de esperanza, todas ellas sin resultado alguno.
No sé cómo, pero de pronto me veo asaltado de nuevo por miedos e inseguridades. No sé hacia dónde proyectar mis intenciones, mi camino, mis objetivos, ni si seré capaz de seguir adelante con todo esto. Sólo siento que siembro demasiado para recolectar tan poco, que tanto empeño y tanto esfuerzo en todo lo que hago, apenas sirven para nada. Me siento, pese a estar rodeado de gente, solo. Muy solo.
Todo esto es una locura. Uno acaba harto de que los ecos de la impotencia sean la banda sonora del día a día.
Creo que te entiendo. No te preocupes que luego habra recompensa, seguro, no puede ser todo malo.
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